
Los niños, esos locos bajitos, como nos canta el gran poeta Serrat, no piensan lo que de sus bocas sale, son espontáneos y directos.
Originales porque su imaginación está intacta.
Puros cuando no han aprendido a imitar.
Positivos porque tienen soluciones simples. Con un «no pasa nada», trasforman un problema en un error sin más.
¡Son auténticos!
Entienden la energía de la atención. Se dan cuenta si tu mente acompaña a tu cuerpo cuando estas jugando con ellos, si pones todos tus sentidos o eres solo un autómata a su lado.
La etapa más potente de aprendizaje es el ¿qué soy, por qué?
Después surgirán preguntas, comparaciones, imitaciones y dudas, hasta llegar a ¿quién soy?, ¿para qué?. Entre ellas vivencias y experiencias.
Nadie puede callar la verdad de los niños, porque la verdad es tan simple y natural que los intereses de los adultos no tienen sentido para ellos.
Sus ojos son ventanas abiertas y el mundo que les estamos ofreciendo resta de ser tolerante, honesto y respetuoso.
La avaricia, el dinero que se gasta en guerras, y el consumismo, no son buenos ejemplos educativos.
¿Cómo cambiar la forma de hacer las cosas?
Practicando valores que enseñen a los niños a cuidar el medio ambiente, a querer a los animales y a respetar la diversidad cultural.
Y que estos valores unidos a la tecnología, que puede llegar a conectar a todo el mundo, sirva para crear un mundo nuevo, donde la cultura de la paz y la distribución de la riqueza llegue a todos por igual.
Porque todos los niños son iguales, hijos de la Madre Tierra, seres felices dispuestos a disfrutar durante su crecimiento y convertirse en adultos responsables.
Para no volver a repetir la misma historia, nuestro deber es escucharlos atentamente y aprender a colaborar todos juntos por un mundo más justo y solidario.
Empezando por la trascendencia de un abrazo o un beso no impuesto o robado, sino regalado.
Porque los abrazos son golpes de alegría que nos transportan y nos llenan de entusiasmo.
Gracias por recordarnos que fuimos y seguimos siendo niños.